Tercer premio Concurso Literario «Amparo Pérez Alamino» 2024
Tercer Premio Concurso «Amparo Pérez Alamino» 2024
Autor: June Piñeiro
Relato: Diario de un superhéroe
Diario de un superhéroe
Hoy has vuelto a perder.
No sabes cómo describir el sentimiento que te invade. Se supone que tu trabajo es salvar personas, sin embargo, lo único que consigues es empujarlas más cerca del acantilado por el que se asoman.
No eres ningún superhéroe; no llevas capa ni tienes el poder de leer la mente. Debes descifrar el enigma como Sherlock Holmes, pero sin un Watson a quien consultar. El mundo de la mente es solitario. Y al adentrarte en el de otro, te mantienes sobre una cuerda floja. Tus piernas tiemblan y te preguntas si realmente este es el trabajo que deseas.
O el que mereces.
— Buenos días — saluda el paciente, inclinando la cabeza con timidez —. ¿Puedo pasar?
— Claro — respondes con una voz suave, aunque tu saliva es tan amarga como el café.
Cuando se sienta, se hace un largo silencio. Esperas a que ella hable. Entre la incomodidad, se oye un sonido sordo, repetido una y otra vez. Intentas ubicar la fuente de ese ruido en su cuerpo, pero ella permanece tensa, inmóvil, esperando a que tú des el primer paso.
Sientes una pesadez en el paladar. Como si tuvieras una cucharada de chocolate derretido en él, que te impide hablar. El sonido opaco continúa; respiras nervioso.
— ¿Cómo estás? —Logras articular entre el cacao que se ha endurecido entre tus dientes.
La mujer asiente con la sonrisa nerviosa. Le devuelves la sonrisa.
Deberías seguir el guion habitual con ella: conversar sobre su familia, sobre su miedo a hablar en público y sobre sus inquietudes con las nuevas amistades. Ella también espera tus preguntas, con las respuestas listas en la punta de la lengua.
Pero la espesura insoportable te ha sellado los labios. Tu boca se ha secado.
— Pude hablar en la conferencia — explica. Con las manos en las rodillas, inclinando su torso hacia el centro, como si quisiera que la escucharas mejor —. Alcé la mano y hablé delante de todos.
— Muy bien — logras decir, toses después de articularlo.
Quieres decirle que te sientes orgulloso, que había dado un gran paso y que, en el futuro, no tendría que sufrir al hacerlo. Eso es lo que te habría gustado escuchar a ti.
Pero de nuevo, no eres capaz.
Has vuelto a perder.
Tomas la botella que hay sobre la mesa y bebes con ansias, tratando de exterminar el desagrado de tu paladar, pero cada sorbo intensifica el sabor. Tu dolor. Toses con más fuerza y te levantas de la silla.
— Discúlpame.
Caminas rápidamente por el largo pasillo hacia los baños (nunca se te había hecho tan eterno). Las lágrimas están a punto de escapar por tus ojos, aunque no sabes por qué lloras; no tienes razón para ello.
Te encierras y apoyas las manos en el lavabo. Ante tu reflejo, el espejo muestra que no hay nada en tu boca, dejas que las lágrimas te caigan por las mejillas. Por el rabillo del ojo, ves como un color escarlata mancha la blancura del mármol. El índice de tu mano derecha llora, al igual que tú. La uña del pulgar también está manchada de sangre, culpable del sonido monótono que te atormentaba.
Lo cubres con un papel, porque no puedes permitir que nadie vea que sangra. Que nadie vea que llora.
Porque los superhéroes nunca se salvan a sí mismos, ni Sherlock resuelve sus propios crímenes.
Tú tampoco endulzas tu boca.
Porque no puedes perder.